lunes, 29 de octubre de 2012

Alea iacta est



Cruzó la calle y nada más cruzar pasó un coche a toda velocidad. No lo vio venir, pero sí vio cómo se alejaba pasando por encima del mismo charco que segundos antes él mismo había pisado. Un par de segundos, sólo un par de segundos era la diferencia que había entre estar vivo o no. Después siguió andando por la acera, sacudiéndose el agua y el barro del charco y maldiciendo al conductor por haberle salpicado. Parece que lo único molesto del suceso se pudiera remediar en una tintorería.
Dos segundos y una tintorería es todo lo que necesita la vida para continuar su curso imperturbable. Y el conductor del coche ni eso,  ni siquiera tuvo que pagar  40 euros en limpiar ningún traje para seguir exactamente igual. No se enteró de que estuvo a punto de arruinar una vida, la suya, y mucho peor, acabar con otra. Dos segundos es cuestión de suerte y el azar es así, discreto, desapercibido, silencioso y extremadamente cruel.
El ejemplo que he puesto del coche y el charco me lo he inventado, pero podía contar el caso real de una prima mía muy lejana, tan lejana que vivía en Búfalo, que según iba a su trabajo le cayó un avión del ejército encima. Ni que decir tiene, que la muerte fue instantánea. ¿Qué le pasaría a mi prima de Búfalo por la cabeza, avión aparte, en el momento del impacto? Nada, absolutamente nada. A mí eso me da mucha envidia. No digo que lo desee para ahora mismo, pero sí como sistema para cuando sea necesario aplicar un sistema. Y es que la muerte instantánea como idea está pero que muy bien. Sin embargo quedarte a medias de forma permanente está muy mal. 
Llevo tiempo dando vueltas a un relato que algún día escribiré en el que el protagonista se pone en contacto con un asesino a sueldo, el mejor del mundo, para hacerle un encargo. Le da las señas del tipo al que tiene que apiolar, su descripción exacta y todos los detalles necesarios para que lo pueda identificar sin problema. Luego le manda el dinero pactado y espera a que cumpla su trabajo que ha de ser, según sus órdenes, cualquier día del siguiente año. La víctima era él mismo, claro, que se enteró de que le quedaba eso, un año de vida como mucho, según su médico, que naturalmente se equivocó en el diagnóstico y, qué risa, cuando le da la buena noticia, el prota se da cuenta de que ha perdido el teléfono del mejor asesino a sueldo que había en el mundo. Eso es mala suerte, y mira que el hombre hizo todo lo que estaba a su alcance por arreglar lo que sin duda era una mala  noticia, producto de la mala suerte. Una enfermedad también es cuestión de suerte.
Yo, esta mañana he ido a cortar un poco de chorizo para el aperitivo pero lo había gastado en las lentejas, entonces he visto una tarrina de foie gras y cuando la tenía en la mano me he acordado de que lo tengo boicoteado y la he dejado. Al final he cogido una lata de mejillones que era lo único que me quedaba,  y claro, me he cortado un dedo a lo bestia instantáneamente, intentando abrirla. Que cada cual saque sus conclusiones. Eso sí, cuando he vuelto de urgencias me he comido mis mejillones que estaban más rojos que de costumbre.


4 comentarios:

  1. Me ha gustado! El tema (la relatividad entre la suerte, el azar y la desfortuna) da para mucho. Siempre te deja pensativo después....

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ya lo creo que da para mucho. Quizá una parte la podamos despachar con un tablero de back gamon entre nosotros, que apoye todo lo que digamos y de paso demuestre que César y Jaime son unos zoquetes.

      Eliminar
  2. No sé, no sé, noto cómo si alguien estuviera usando Mi nombre en vano...

    ResponderEliminar