lunes, 31 de diciembre de 2012

Primos, tíos, demás parentela y feliz 2013.



2013 es un año de primos. Cada uno de sus dígitos es un número primo y me temo que la mayoría de los que lo vamos a vivir también. Porque hay que ser primo, no me digas. No, no voy a enumerar la lista que avala mi conclusión matemática, no tengo cuerpo. Es lo que tienen los excesos navideños, que te dejan sin cuerpo. En mi caso, no es por exceso, sino por defecto. No tengo cuerpo porque sencillamente me falta, y ya está. Por eso estoy dentro del grupo de los primos: no puedo dividirme nada más que por mi mismo, que doy la unidad, o por la unidad, que doy a mi mismo. Todo un primo, vamos, sin cuerpo que se pueda despiezar, que bien mirado, con los tiempos que corren es una ventaja. Aunque como decía Jardiel Poncela, cuando alguien proclama, me has dejado de una pieza, lo normal, es que en ese momento esté hecho trizas.
También vale, pero volviendo con los parentescos, los primos por lo general son buenos tíos, mientras que los malos tíos, no suelen ser primos. ¿Por qué será? No tengo ni idea, pero ¿es mejor ser primo o mal tío? Los malos tíos lo tienen clarísimo, ni se lo piensan, en cambio los primos dudamos, que es la mejor forma de demostrar que efectivamente somos unos primos. En cualquier caso, yo creo que no es algo que podamos elegir, más bien, venimos de fábrica de una determinada manera y no podemos cambiar según nos apetezca. Algunos lo han conseguido en cierto modo y se han quedado en un terreno que comparte características de ambas formas de ser. Son primos que en cuanto pueden, se convierten en malos tíos. Suelen acabar siendo malísimos tíos. Si no hubiera primos, los malos tíos lo tendrían más difícil, pero la suerte que tienen es que cada vez abundan más.
En fin, espero y deseo que el próximo año solo tenga de primos a los números que lo componen, y que entre todos nos quitemos de encima a los malos tíos.
Ojala.

¡Ah, y feliz 2013 para todos, salvo para los malos tíos, claro!




domingo, 23 de diciembre de 2012

Pavos negros

Un año más os voy a dar la lata con mi cuento navideño. Os deseo a todos un futuro lleno de felicidad y prosperidad y el mejor momento para empezar es ahora, en Navidad.



PAVOS NEGROS

En mi casa, cuando llegaban las navidades nos reuníamos todos alrededor de un pavo inmenso que traía mi abuela y nos pasábamos horas mirándolo. Un rito que repetíamos año tras año fascinados por el porte del animal, tan digno y soberbio a pesar de su cara de gárgola, o quizá por eso. Éramos cinco hermanos y dos primos, los siete bajo la tutela de mi abuela, que aunque no venga al caso se llamaba Dora. Se sigue llamando Dora, pues con sus 103 años está más viva que nunca. No como mis padres que murieron, según dice mi abuela, sin ninguna justificación.
La abuela Dora es una de esas personas que uno nunca sabe cuando va a sacar un hacha y se va a liar a destrozar todo. También da la sensación de que en su composición interviene como material fundamental la madera. Su cara parece esculpida en un tronco de roble, sus manos parecen raíces de olivo y el resto del cuerpo a saber, pues siempre va oculto en un vestido negro que la cubre en casi su totalidad. Las piernas permanecen embutidas en unas medias gruesas de lana, también de color negro, y todos suponemos que son leñosas y con muchos nudos. Mi primo dice que una vez vio que le salía una ramita de ébano por el tobillo, pero se la debió de podar enseguida porque yo nunca se la vi. Da igual que sea verano o invierno, siempre va así, de negro. Como el pavo, que también tiene los muslos de madera.
Mañana ya no habrá pavo y de los cinco hermanos y dos primos, el único que queda soy yo. Mirar el pavo solo, sin la compañía de los demás, no es lo mismo, pero por seguir la tradición, aquí estoy; mejor dicho, aquí estamos, niño y pavo,  uno enfrente del otro, contemplándonos sin recato. Os contaré qué fue de mi familia.

Las últimas siete navidades han sido las siete navidades más tristes de la historia, siendo cada cual peor que la anterior. Primero fue Carlota, la pequeña de mis hermanas pero sin ninguna duda la más gorda. Desapareció de forma misteriosa el día anterior a noche buena. Es decir, un día como hoy, 23 de diciembre. Estábamos los siete contemplando el pavo y en un momento de descuido ya no estaba ni el pavo ni Carlota. El pavo apareció al día siguiente en la cena de Navidad, asado y relleno de castañas hechas de madera, pero de mi hermana nunca más se supo. Nos comimos el pavo y por cierto no sobró absolutamente nada, tal como había venido sucediendo siempre. 
Después de mi hermana la gorda, en la siguiente navidad, desapareció de la misma forma, Darío, mi primo mayor que no era gordo pero era alto y fuerte como un oso. Conviene que aclare que donde todos nosotros vivíamos, y aún sigo viviendo yo, los osos no son osos normales, esos temibles animales que hay en otras partes del mundo donde hay osos, no. Nuestros osos jamás pasan de los 80 kilos de peso y aunque son muy fuertes no resultan peligrosos. A veces, incluso, entran en las casas buscando un poco de calor y un vaso de leche, pues les encanta la leche. En cierta ocasión, cuando éramos pequeños casi todos (mi primo mayor nunca fue pequeño, no sé por qué), entraron en casa dos osos de aspecto inofensivo, más bien con cara de lechuzos y justo cuando les íbamos a dar un cuartillo de leche con unas galletas, llegó la abuela Dora quien los puso en espantada a escobazos. Este suceso sirvió para que mi abuela dijera que a Darío, igual que a mi hermana la gorda, se los había llevado un oso.
Al año siguiente de desparecer Darío, el oso se llevó a Carmelo, mi hermano gemelo que se parecía a mí como un huevo a una castaña. Nos comimos el pavo igualmente, sin que nada sobrara.
Luego siguieron la misma suerte, Adela, Pablo y el primo de pega, que lo llamábamos así porque en realidad no era primo nuestro, sino un vecino que cuando éramos todos muy pequeños lo trajo su madre a mi casa para que jugáramos todos juntos, y jamás volvió a recogerlo. Total, que nos lo quedamos. El primo de pega y yo éramos los más esmirriadillos, él un poco menos que yo y precisamente el último en desaparecer.
Hoy es el día anterior a navidad y estoy yo solo mirando el pavo. Se que de un momento a otro vendrá la abuela Dora y se lo llevará. Lo cocinará para la cena de mañana con castañas hechas de madera y no sobrará nada.
Echo de menos los momentos en que estábamos todos en este mismo lugar contemplando maravillados al pavo.
No se por qué pero tengo miedo.


lunes, 17 de diciembre de 2012

35.137




Los niños de San Ildefonso son, como se dice ahora, una marca. Probablemente sea la marca que más decepciones ha producido a sus usuarios y sin embargo, todos siguen confiando en ella. Hay que ser rarito. Es una marca, que a pesar de que siempre falla, cuanta con una imagen estupenda. Inexplicable. A lo mejor es por culpa de mi abuela. Yo, cuando era pequeño, recuerdo que mi abuela me decía que los niños de San Ildefonso eran muy buenos, los más estudiosos y los más inteligentes, y precisamente por ser tan buenos tenían el privilegio de cantar la lotería el día de Navidad. Yo lo del privilegio no lo veía por ninguna parte, más bien me parecía una pesadez insoportable, pero eso de que estuviera reservado para los más listos acuciaba mi incipiente espíritu competitivo. Por cierto, nuca pasó de ahí. El caso es que lleno de envidia por un lado y de curiosidad por otro, un año me fui directito al salón de sorteos de Loterías y Apuestas del Estado y me hice pasar por un niño de san Ildefonso. Todo resultó mucho más fácil de lo que yo pensaba y enseguida me vi delante de un bombo extrayendo bolas y cantando como podía el número que aparecía en cada una. He de decir que a pesar de que mi voz siempre ha sido un espanto, y desde luego, nada atiplada, no lo hice nada mal. Después de un buen rato de sacar solo pedreas y más pedreas, que ya me tenían aburrido, apareció entre mis infantiles dedos, justo cuando estaba a punto de irme a mi casa, la bola con el premio gordo. La visión me dejó paralizado, mudo, sin respiración y preso de un ataque de nervios. No podía apartar los ojos de aquella bola, a pesar de lo cual pude ver perfectamente a todo el mundo que había en la sala. Estaban unánimemente congelados, nadie movía ni un músculo y todos me miraban entre perplejos y expectantes. Mi reacción no tardó en llegar. Hice algo inesperado, incluso para mí. Me tragué la bola. Sí, ya se que no fue un comportamiento adecuado, pero qué quieres, me faltaba el entrenamiento que todos los niños de San Ildefonso sí habían tenido (estoy convencido de que el entrenamiento que reciben es para evitar que se traguen las bolas).
Aquella vez no hubo gordo de navidad, claro, lo que no impidió que al siguiente año las ventas de décimos volvieran a disparase. Lo dicho, cuentan con un público entregado y da igual lo que le hagas.
Por cierto, como consecuencia de aquel episodio jamás me ha tocado ni siquiera el reintegro. De la misma forma que si te tomas una aspirina se te pasa el dolor de cabeza, si te tragas una bola de lotería con el premio gordo, quedas inmunizado de por vida contra todo tipo de premios. Soy una especie de Obelix de los juegos de azar. Pese a todo, he comprado tres billetes completos del número que aparece arriba. Anda que como salga, vaya risa. 


lunes, 10 de diciembre de 2012

Un vecino singular





Ya he hablado anteriormente de mi vecino, aquel tipo con el que solía jugar al pádel hasta que decidió cambiar el pádel por extrañas reuniones en las que teníamos que buscar hitos, y que me caía todo lo bien que puede llegar a caerme un vecino. Es fácil recordar, lo mencioné la semana pasada. Lo que no mencioné es que además de la manía que le entró por buscar hitos, tiene otras peculiaridades dignas de contar. También le gusta charlar sobre la teoría de la relatividad. En cierta ocasión me comentó que la primera vez que se había emocionado en su vida fue cuando formuló, sin apenas darse cuenta, las ecuaciones diferenciales que muestran que los campos magnéticos se difunden en forma de ondas polarizadas y a la velocidad de la luz. Yo le entendí perfectamente pues a pocas personas en el mundo se les ha concedido una experiencia semejante, pero le corregí que se refería a ondas electromagnéticas, no magnéticas a secas. Acuérdate de Maxwell, le dije. Me preguntó sorprendido si yo estaba interesado en los estudios relativistas y cuando le confesé afirmativamente (con cautela, no me gusta revelar mis pasiones ocultas), se le iluminó el gesto con una sonrisa. Entonces me cogió de la mano, y como un chiquillo en el recreo hizo que le siguiera hasta llegar a la escalera que había en una esquina del salón.
    -Te voy a descubrir algo que no le he enseñado ni a mi mujer ni a mis hijos ni a nadie. Tú eres el primero.
Esta declaración hizo que me sintiera un tanto turbado, pero aguanté expectante a lo que pudiera venir.
    -vamos a subir al piso de arriba y lo comprenderás inmediatamente sin más explicaciones –llegamos a la planta superior y mi vecino me soltó la mano entusiasmado.
    -¿Qué día es hoy? –preguntó. Martes respondí- No, mira el calendario:¡estamos a miércoles!, martes era en la planta de abajo.
    -¿Quieres decir…?
    -¡Exacto! Quiero decir que si subimos una planta más estaremos a jueves, y si bajamos tres plantas estaremos en lunes. ¿No es fascinante? Te preguntarás cómo funciona pero a poca imaginación que le eches te darás cuenta enseguida de que no es tan complicado. Ven, sígueme.
Mi vecino empezó a subir sin parar, pisos y más pisos, en una enloquecida carrera que me estaba dejando sin respiración. Yo le seguía pisándome los pulmones y cuando ya apenas podía dar un paso más se detuvo en la planta doce de enero de 2013. Yo estaba exhausto. Y tendiendo en cuenta que tanto mi vecino como yo vivimos en “pareados” de dos plantas,  además de exhausto estaba confundido, aún así aproveché para llamar por teléfono a mi madre y felicitarla por su cumpleaños que precisamente es el doce de enero.
    -Felicidades mamá –le dije-, espero que estés bien. Este año no me ha dado tiempo a comprarte un regalo pero en cuanto baje las escaleras te busco uno.
Dejé a mi madre con la misma opinión que siempre ha tenido sobre mi salud mental y pregunté a mi vecino:
    -¿Cómo pudiste aplicar las ecuaciones de Lorentz-FitzGerald en una escalera?
    -¿Bromeas?, eso fue lo más sencillo. Todo ocurrió un día en que estaba desatascando las cañerías y ya ves, empecé a hurgar aquí y allá y una cosa me llevó a otra y al final conseguí construir este bonito punto singular en el universo. ¿Qué te parece?
    -Estupendo. Mucho mejor que lo de los hitos, incluso mejor que el pádel.
    -Sí, la verdad es que no está mal. Además con lo despistado que soy yo, me viene fenomenal. ¿Qué se me olvida hacer algo un día? Pues bajo un piso, lo hago, vuelvo a subir a mi planta, y santas pascuas.
Imaginé esa aplicación y reconocí que yo estaría todo el día en la planta de abajo haciendo las cosas que habitualmente tengo que hacer y nunca hago. Luego mi vecino me miró directamente a los ojos, me cogió las dos manos y con solemnidad me hizo prometer que no revelaría a nadie su secreto. A continuación se despidió de mi, se dirigió a la ventana y sin pensárselo dos veces se arrojó al vacío desde la planta 12 de enero de 2013. Supongo que moriría estrellado contra el momento de su nacimiento, por lo que inmediatamente  volvería a la vida. Quizá no era la primera vez que lo hacía, pensé mientras bajaba las escaleras lentamente.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Hitos




Tengo un vecino con el que solía jugar al pádel como hace todo el mundo con sus vecinos, pero desde hace un tiempo a esta parte hemos dejado el deporte y ahora nos reunimos para celebrar hitos. Este cambio de rumbo en nuestras relaciones es todo un hito, comentó mi vecino en nuestra primera sesión. Pues es verdad, reconocí decepcionado por no poder echar la revancha de la última partida. Luego le pregunté (la idea de los hitos fue suya), para qué valían los hitos. Al principio me miró sin entender cómo podía haber estado tanto tiempo jugando al pádel con alguien tan burro que no sabía para qué servían los hitos, pero luego cambió su expresión de incredulidad por otra de condescendencia que me hizo sentir mejor. Me explicó que los hitos eran necesarios para marcar las partes gordas de lo que hacemos. Imagínate, me dijo, que de repente toda la humanidad desaparece… porque nos disolvemos en ácido sulfúrico. Pues bien, los grumos que quedarían, esas partes duras que se resisten al ácido, serían los hitos.
Me imaginé mi esqueleto flotando en un caldo burbujeante de ácido y con franqueza, no lo vi como un hito, pero mi vecino es así con los ejemplos. Son siempre malísimos, en cambio, cuando jugábamos al pádel, sus boleas eran temibles. No se puede ser bueno en todo, está claro.
Mi vecino me descubrió (yo jamás lo hubiera imaginado), que existen varios tipos de hitos. El descubrimiento de América es un tipo de hito, o mojón que también se llama, que nadie discute, incluso hay gente que saca conclusiones socioeconómicas de tan importante jalón, que es otro nombre para referirse a los hitos, me dijo. Esos están bien pero los hitos a los que nos vamos a dedicar nosotros es a otros de menor importancia aparente, continuó. Nuestra labor va a ser la de sabuesos en busca de hitos que hayan pasado desapercibidos por su escasa difusión en los medios, pero que pueden tenar enorme trascendencia social.
    -Podemos –me atreví a opinar- celebrar la llegada del turista número tres millones en alguna ciudad del mediterráneo.
    -No, eso es una estupidez enorme. Eres tan malo buscando hitos como jugando al pádel.
Creo que desde entonces odio a mi vecino. Y esto es un hito porque antes me caía bien. Se lo diré la próxima vez que quedemos para celebrar hitos.