miércoles, 3 de agosto de 2016

La abuela Dora. Primera parte

Parece que sigue el verano y las ganas de leer  se mantienen en pleno vigor. Yo he visto por la calle gente buscando en las papeleras y en los cubos de basura cualquier cosa que les sirva para matar el rato leyendo. Les he visto sacar revistas grasientas con la cara iluminada por la alegría, instrucciones de uso de algún aparato, prospectos de medicinas, cualquier cosa que lleve letra impresa puede servir. Yo quiero contribuir a aliviar tanta necesidad de lectura que hay en el mundo con un cuento que escribí hace tiempo. Dada su extensión y por mantener la atención, lo he dividido en tres entregas.
va la primera.






LA ABUELA DORA

(PRIMERA PARTE)



La abuela Dora, que además de abuela era partera, corría de un lado para otro agitando sus regordetas manos por encima de la cabeza en claro gesto de que algo estaba saliendo de forma muy distinta a la esperada.
De la habitación principal salían los gritos de parto de mi madre, que a juzgar por el desgañitamiento, mi nuevo hermano iba a ser tirando a descomunal. Claro, que esa no sería su característica más destacada, pero ya hablaremos más tarde de las rarezas de mi hermanito. Mientras tanto, yo asistía, más bien asustado, al tejemaneje de toallas, baldes con agua hirviendo  y otras zarandajas que las mujeres de la casa se traían entre manos, sin saber exactamente a qué se debía todo ese jaleo.
Aparte de la abuela Dora y mi tía Flavia, estaban dos vecinas con cara de pajarraco asustado y voz acorde con su apariencia de avechucho, cuya única aportación se reducía a entrar y salir de la habitación salmodiando jesuses con las manos al cielo, y a frenéticos santiguamientos descontrolados y convulsos. Se llamaban Fina y Flora, aunque en casa siempre nos habíamos referido a ellas como las hermanas pajarito, incapaces de renunciar a un apodo tan conveniente. De vez en cuando la abuela Dora reparaba en mi presencia como si fuera la primera vez en su vida que me veía, me preguntaba qué diantres estaba haciendo allí, y antes de que pudiera responderle ya me había  dado un par de pescozones con el mensaje de que me fuera a otro lugar lo más alejado posible, lo cual, dadas las dimensiones de mi casa, era absolutamente imposible y me pusiera donde me pusiera, mi abuela siempre acababa pasando por delante de mí, y la escena se volvía a repetir, con pescozones incluidos.
La casa donde vivíamos tenía dos habitaciones: la de mis padres, y la otra; en la otra dormíamos la abuela Dora, tía Flavia, algún huésped si lo hubiera, una cabra y yo. La verdad, es que nunca entenderé porqué teníamos una casa tan pequeña si estábamos rodeados de campo, una cantidad obscena de campo que no era de nadie. Sobre todo, si había tanto campo, ¿por qué dormía también con nosotros la cabra? Mi padre decía que era cosa de mi abuela, que la metía en la habitación para poder decir que ese peculiar olor que todos notábamos era debido al pobre animal. Puede ser.
    Mi hermanito se estaba haciendo rogar demasiado y no acababa de salir para mayor sufrimiento de mi madre que ya estaba hasta la coronilla de empujar, apretar los dientes, chillar y blasfemar como un mulero. Por fin a las doce en punto de la noche empezó a salir, y desde ese momento hasta que terminó de hacerlo diez minutos más tarde, a los chillidos de mi madre se unieron los de las hermanas pajarito, tía Flavia y, lo más increíble, los de la abuela Dora, que era la primera vez en su vida que gritaba sin estar colérica, porque era la primera vez en su vida que gritaba porque estaba asustada.
    Mi padre, con la excusa de que los partos eran cosa de mujeres, se fue a la taberna a beberse un barril de cerveza en compañía de sus amigos. Cuando llegó a casa, mi hermanito ya estaba correteando por el jardín asustando a las comadrejas.    
    -¡Mi higo, quiero ver a mi higo! –farfulló mi padre nada más entrar, con una sonrisa simiesca proporcionada, no por el exceso de alcohol, sino por una coz que le dio una mula cuando era niño -¡Quiero,... hip, ver a mi nuevo higo!
    -Se ha escapado –le dijeron al unísono las hermanas pajarito.
    -¿Eh? ¿quién se ha escapado?
    -Tu higo, perdón, tu hijo.
    -¿Mi higo recién nacido... se ha escapado de casa?
    -Tenías que ver que carácter ha sacado...
    -Sí,... terrible... un demonio de chiquillo...
    -Pero,... a estas horas es peligroso que ande solo un recién nacido por el campo, ¿no?... –razonó mi padre dentro de lo que podía- yo mismo acabo de ser atacado por un perro enano al llegar a casa...
    -¿Negro, muy peludo y con los ojos cerrados? –preguntó la abuela Dora.
    -Sí, no sé, le he dado una patada y me ha mordido en la pierna el muy bestia.
    -¡Tu hijo!
    -¿Dónde? –preguntó mi padre desconcertado, que cada vez entendía menos.
    -Tu hijo es el que te ha mordido en la pierna.
    -¿Mi higo, el que se ha escapado de casa nada más nacer, me ha mordido en la pierna?
    La abuela Dora es de esas personas que no necesitan hablar para convencer. Su elocuencia, que es mucha, nunca se ha basado en un verbo cálido y fluido, sino en su forma de mirar, tajante y definitiva. Ya puede ser el mayor disparate del mundo, que si te lo dice la abuela Dora y eres capaz de mantener su mirada el tiempo suficiente, lo aceptarás con inquebrantable convicción. En esta ocasión, le bastaron veinte segundos para hacer que mi padre saliera a buscar a mi hermanito que del patadón había ido a parar a unas  zarzas, donde lo encontró magullado y desconcertado ante su primera visión del mundo, pero sobre todo, lo encontró terriblemente enfadado.

*

    -Olivia, esto no puede seguir así. Eres el desastre más grande que conozco.
    Cuando hablaba Janet, las otras brujas callaban con la cabeza baja, lo cual ponía aún más furiosa a Janet.
    -Y no bajes tanto la cabeza, que me vas a sacar un ojo con el sombrero.
    -Déjala, es muy joven y tiene derecho a equivocarse.
    -¡Vaya, mira quién habló! Creí que ese derecho era exclusivo tuyo.
    -Bueno, es que las viejas también tenemos derecho a equivocarnos, y si me apuras, más derecho que las jóvenes –se defendió Alison Dick, la bruja más vieja del país.
    -Entonces, si todo el mundo tiene derecho a equivocarse, viva la Pepa, aquí no acierta ni dios, y no pasa nada, ¿no es así?
    -Mujer...
    -Ni mujer ni gaitas, y no agaches tú también la cabeza que entre las dos me vais a dejar ciega.
    -Yo creo que aún nos da tiempo a tenerlo todo preparado para...
    -¡Ni una palabra más! Ya sabéis lo que tiene que hacer cada una de vosotras y esta vez no quiero ningún tipo de fallo, tanto si se debe a la falta de experiencia propia de la juventud que en un alarde de tontería supina sustituye la estrategia por la improvisación, como si es debido al desgaste natural de las piezas que intervienen en la creación del pensamiento lógico, propio de edades más provectas.
    -¿Te refieres a la pérdida de contacto entre la zona terminal del axón de una neurona con el cuerpo celular o la dendrita de la siguiente? –preguntó Alison Dick.
    -Naturalmente, ¿a qué si no?
    -Pues di sinapsis. Es más corto y te entendemos igual.
    -Es verdad, parece mentira lo que te gusta enrollarte con lo antipática que eres. A mí, por ejemplo, si...
    -¡Basta ya! ¡No os soporto! ¿Pero es que no había otras brujas en toda la comarca más que vosotras dos?
    -Eso creo.
    -Y has tenido suerte en poder contar con nosotras.
    -Está bieeeen, vaaaale, las tres hacemos un equipo realmente bueno a pesar de que de vez en cuando tengamos nuestras diferencias, ¿no es así, chicas?
    Janet sabía hasta donde podía llegar con sus dos pupilas y también sabía que ahora las necesitaba por encima de todo. Buenas o malas, las necesitaba.

*

 Al día siguiente del nacimiento de mi hermano la casa empezaba a recobrar cierto especto de normalidad. La abuela Dora preparaba caldo de gallina en la cocina para mi madre, las hermanas pajarito se ofrecieron para echar una mano en lo que hiciera falta, y mi padre seguía durmiendo como un tronco. En cuanto a mí, yo estaba ansioso por ver al recién llegado a la familia y pellizcarle concienzudamente por venir a usurpar mi papel de alegría de la casa, pero sobre todo, tenía curiosidad por ver cómo era, ya que aunque la abuela Dora se hubiera empeñado a base de pescozones en tenerme alejado de la noticia, sabía por los comentarios oídos que no se trataba de un bebé normal. Simplemente el hecho de que cuando mi padre, después de recoger al niño en el zarzal, le dijera a mi abuela que tenía serias dudas sobre si ponerle de nombre Evaristo como el abuelo, o Tarzán, como un perro que tuvimos para guardar el ganado, me inducía a pensar que no se trataba de uno de esos bebés que salen en las cajas de galletas. Además, me tenía fascinado el hecho de que mordiera a mi padre, pues una mordedura siempre implica la intervención de una dentadura, y eso es algo que no está al alcance de cualquier bebé.
    Entré sigilosamente en la habitación de mis padres, aunque yo sabía que no necesitaba ningún tipo de precaución pues a mi padre no lo despierta ni un volcán que entrara en erupción debajo de su cama, y a mi madre, tanto le daba estar despierta que dormida, pues realmente estaba desfallecida que es un estado absurdo en el que te da igual casi todo lo que ocurra a tu alrededor. Es algo así, como para la materia, el estado plasmático. Pues bien, nada más entrar, sin entretenerme en hurgar en los bolsillos de mi padre como otras veces, fui directamente a la cuna donde estaba mi hermanito. Me subí a un escabel para ver mejor, y lo que descubrí durmiendo plácidamente entre las sábanas era lo que menos esperaba encontrar. El sol, tamizado por una persiana de arpillera caía sobre el moisés como una ducha de luz, de gotas muy finas, dando un aspecto lechoso al ambiente, muy apropiado, las cosas como son, para una escena de maternidad. Mi hermanito sonreía beatíficamente al mundo con un gesto apacible sin rastro alguno de tensión. Tenía una piel suave y tirante que se volvía cárdena ante la acción estranguladora de mis pellizcos (es decir, todo normal) y unos rasgos bien definidos que lo catalogaban dentro del grupo de bebés hermosos y guapos. ¿Cómo es posible que esa criatura de rostro angelical fuera la misma que nada más nacer hizo pensar a todo el mundo que un meteorito, algo más grande que el que acabó con los dinosaurios, había caído sobre la Tierra? Sólo un chichón enorme y unos cuantos arañazos distribuidos por su cabecita pelona recordaban a la noche anterior.
    De repente noté la mano huesuda de la abuela Dora sobre mi hombro.
    -¿Te gusta tu nuevo hermanito? –me susurró con su vozarrón de leñador- es mucho más guapo que tú, ¿a que sí?
    -Ya, y yo que creía que era un monstruo, ya ves.
    -Sí, a nosotros también nos decepcionó bastante ayer, las cosas como son, pero fíjate el cambiazo que ha dado en ocho horas.
    -¿Y por qué es distinto ahora? –pregunté yo algo decepcionado de su evidente mejoría.
    -La Luna –dijo tajante mi abuela-, ¿no te fijaste en la luna tan enorme que había ayer? La luna llena lo convierte en... lobezno. Es un bebé-lobezno, y con el tiempo se convertirá en un hombre-lobo.
    -Ah, eso está muy bien –dije yo como si acabara de decirme que mi hermano se haría cirujano o algo por el estilo.
    -No está mal. Ahora más vale que le dejemos dormir pues ha estado toda la noche cazando y está agotado.
    En aquellos momentos yo no sabía lo que era un hombre-lobo, ni había oído hablar nunca de nada parecido, pero estaba tranquilo pues en casa todos se comportaban como si fuera de lo más normal. De hecho, hasta el siguiente plenilunio, como se verá, nadie de la familia se acordó de la peculiaridad exclusiva de mi hermano, incluso le pusieron de nombre Evaristo, como el abuelo. Todos rehuían hablar de lo sucedido en la noche de su nacimiento como si trataran de escapar de una realidad que no apetecía, pero está claro que por mucho que uno se esfuerce en ocultar la verdad, ésta acaba saliendo al exterior por fea que nos parezca. Es como un ahogado, que pasado un tiempo en el fondo del río, tarde o temprano emerge a la superficie mostrando un cuerpo hinchado, podrido y medio comido por peces y cangrejos, y cuanto más tiempo pase en el fondo más repugnante resulta luego cuando sale a flote.

*

Las brujas que habitan en la comarca de mi aldea natal aparte de su estrafalario gorro, sólo tienen una cosa en la cabeza: ganar en la competición de brujas y hechiceras que se celebra anualmente durante el mes de octubre con motivo de su gran aquelarre interprovincial. Acuden brujas de todo el país y todas compiten por ser las mejores en sus ritos y hechizos en una lucha feroz y despiadada. Se establecen varios premios divididos en diferentes categorías y el mas codiciado siempre ha sido el de la mejor puesta en escena del llamado Rito de Iniciación Núbil, que básicamente consiste en degollar a un recién nacido sobre los pechos desnudos  de una joven virgen, aunque para no resultar excesivamente crueles, la joven no suele ser virgen.
    Dada la complicación de las pruebas la forma habitual de participación es por equipos, y cada equipo está formado por tres o cuatro brujas, una de las cuales es la jefa del grupo y es quien diseña la estrategia y asume todas las responsabilidades. En general, pasada la competición desaparecen las hostilidades entre las participantes, excepto en el caso de Janet, y su gran enemiga, Wanda, que se odiaban desde que se conocieron, y se conocieron en el parvulario con tres o cuatro años de edad. De la misma forma que hay amores a primera vista, también hay odios a primera vista, pues al fin y al cabo ambas emociones no difieren una de otra más que en la orientación. Si con el amor eres feliz cuando lo es el ser amado y te entristece verlo padecer, con el odio ocurre lo contrario, estás encantado si tu odiado sufre como una perra y te llevas un berrinche si sabes que se lo está pasando en grande. Claro, que en el fondo, sí hay una gran diferencia entre el amor y el odio, una diferencia que hace más perfecto al odio, pues lo convierte en una emoción más completa. La diferencia es que el odio admite diversidad; es decir, mientras que resulta imposible estar completamente enamorado de dos personas a la vez, es muy normal odiar a un grupo de varios individuos simultáneamente, incluso puedes odiar a una señora mayor a su hija y a su nieta en el mismo día sin que nadie piense que eres un pervertido. Pues bien, el caso es que Janet y Wanda se odiaban con verdadera locura desde el primer día que se vieron. Un odio apasionado y puro, un odio, aún después de tantos años, sincero y desinteresado que las hacía competir cada año en el gran aquelarre con la única idea, no ya de ganar, sino de evitar que ganara la otra. Si para conseguirlo era necesario acuchillar a sus propias madres no lo dudarían ni un solo segundo, lo cual da una idea de hasta donde estaban dispuestas a llegar en su empeño. Las dos competían en la prueba de mayor prestigio, el Rito de Iniciación Núbil y a estas alturas, un mes antes de la celebración del campeonato, a las dos les faltaba la parte más importante: un bebé al que degollar. Bueno, la verdad es que Wanda ya contaba con uno aunque todavía no lo había visto, ni sabía nada de él. Resulta que Fina y Flora, las hermanas pajarito, aunque en aquel tiempo yo no lo supiera, eran brujas y pertenecían al equipo de Wanda y en cuanto se enteraron de que su vecina, mi madre, estaba embarazada, ya tenían claro de dónde iban a sacar el bebé que necesitaba su jefa. Claro, que lo que no se podían imaginar es que naciera un bebé-lobezno, y si la celebración caía en noche de luna llena no les valdría de nada, pues en tal caso no era muy probable que se quedara quieto sobre los pechos desnudos de la joven virgen. Por eso las hermanas pajarito, que ya habían recibido parte de la recompensa de Wanda, se mostraban tan nerviosas y andaban de un lado para otro como vaca sin cencerro con gesto de preocupación. La fecha exacta de la celebración nunca se sabía hasta pocos días antes. La decidía la Gran Bruja Maestre Comendadora de Hechizos, alguien que nadie conocía, pues en sus apariciones siempre llevaba una máscara de dudoso gusto hecha de barro, paja y excrementos de murciélago, por lo que a su deplorable especto se unía un penetrante olor a mierda. Naturalmente, nada de todo esto afectaba de momento a Evaristo, mi hermano-lobo, que estaba recibiendo todas las atenciones posibles de la tía Flavia, en menos medida de mi madre, ninguna de mi padre, y por supuesto, la indiferencia de la abuela Dora que en el fondo le traía todo al fresco. A mí me dolía ver que alguien con pinta de chucho callejero (ocasionalmente, ya, pero esa imagen se quedaba grabada de forma indeleble), me robara el poco cariño que mi familia me dispensaba. Sobre todo me molestaba compartir la dedicación de tía Flavia, pues de todas las mujeres de la casa y de todas las de la aldea, era la que mejor me caía. Todos los años, después de las lluvias de otoño, me llevaba a coger caracoles, y aunque no sea una actividad que destaque por lo que une a las personas, yo lo recuerdo como algo grande y este año, que ya había empezado a llover, aún no habíamos salido ningún día porque estaba continuamente con el “otro”. Que pronto se empieza a sufrir en la vida porque somos reemplazados por “otro”, pensé con mis escasos siete años mientras intentaba bajar por mis propios medios del árbol al que me había subido en un intento desesperado de llamar la atención de la tía Flavia. Ella estaba acunando a la bestia en un extremo del jardín y por un momento pensé que estaba preocupada por lo que me pudiera pasar porque se levantó gritando cuando vio que estaba a punto de matarme.
    -Bájate de ahí, desgraciado, que te vas a romper la crisma. Será tonto...
    No la pude hacer caso porque resbalé y me quedé enganchado por los pantalones en una rama sin poder subir ni bajar balanceando como un ahorcado de un lado para otro. Entonces, vi que las hermanas pajarito salían de su casa camino de la mía y se detuvieron justo debajo del árbol del que yo pendía sin advertir mi presencia. Estuve a punto de gritar auxilio cuando una intuición que aún no tenía, me hizo permanecer en silencio. Un silencio que aproveché para enterarme de lo que estaban hablando.
    -Flora, de verdad, a mí me da no sé qué matarlo,... es tan mono.
    -¿Mono? ¡Es un perro! Y es la única solución.
    -Pero hay muchas probabilidades de que sea en una noche normal...
    -Ya y si no, imagínate el numerito. Por eso tenemos que anticiparnos y decirle a Wanda que el niño se ha muerto. Así, que primero lo secuestramos y luego le damos matarile. Ella, al principio no se lo va a creer, pero le enseñamos el fiambre, y ya está, asunto concluido.  Se llevará un disgusto, pero no lo pagará con nosotras, porque es muy normal que un recién nacido la doble inesperadamente.
     Yo me seguía meciendo empujado por la suave brisa del atardecer sin hacer ningún movimiento que delatara mi presencia, pues aunque no entendía nada, mi intuición, una vez más, me decía que se trataba de algo que ellas preferían mantener en secreto.




(CONTINUARÁ, CALCULO YO QUE DENTRO DE DOS O TRES DÍAS)



4 comentarios:

  1. Llevas toda la razón en que la mayoría no paramos de buscar relatos para leer. Aunque mi caso no se limita a la temporada de verano. Actúo de la misma forma en otoño, invierno y primavera. Lo que ya no es tan habitual es encontrarse con unos cuentos tan entretenidos como los tuyos. Por favor, no tardes demasiado en continuar con esta divertida historia.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. gracias por tu interés, el viernes estará lista la siguiente entrega.

      Eliminar
  2. Hace mucho que no leía algo tan divertido. Me encanta!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. gracias Molina de Tirso, espero que te siga gustando el resto.

      Eliminar