jueves, 29 de marzo de 2018

Pasmao







Estaba dispuesto a escribir un artiblog sobre Charles Conrad, dentro de la sección Galería de personajes irrelevantes de La tertulia perezosa, pero he cambiado de opinión. ¿Por qué? porque hay algo que me resulta imposible dejar de mencionar en un día como hoy. Pero antes, para saciar la curiosidad de quienes se preguntan quién demonios es Charles Conrad, apodado Buzz, como Buzz Lightyear, el personaje de Toy Story, aunque más bien es al revés, diré que se trata de un personaje injustamente olvidado. Todo el mundo sabe quiénes son Neil Armstrong y Edwin Aldrin. Es imposible no haber oído hablar de los dos primeros hombres que pisaron la Luna, incluso todo el mundo conoce a Collins, el pobre pringado que tuvo que quedarse en el módulo de mando, presumiblemente bastante enfurruñado, mientras sus compañeros se lo pasaban bomba saltando ingrávidamente por la superficie lunar, jugando como niños en la playa. Estupendo, pero ¿alguien sabe cómo se llamaba el tercer hombre en pisar la Luna? Ahora sí, claro, ahora resulta evidente que su nombre es precisamente Charles Conrad. Un completo desconocido a pesar de haber hecho exactamente lo mismo que otros dos colegas suyos y cuya fama es universal. Qué mala suerte, por solo un puesto en llegar a la meta. Aprovecho para decir que en total fueron 12 los astronautas que dejaron para siempre las huellas de sus botas  grabadas en la pálida superficie de la Luna.

¿Y qué ha sucedido hoy que ha desplazado de mi procesador de textos la interesante vida de Charles Conrad? La televisión, lo que he visto en la televisión en las noticias del medio día. Nada menos que  a cuatro ministros del gobierno actual, cantando El novio de la muerte. Cospedal, Zoido, Méndez de Vigo y Catalá, que han asistido entre otras procesiones, a la de esos machotes indiscutidos cargando a una sola mano con el Santísimo Cristo de la Buena Muerte. Lo de que las banderas luzcan a media asta en todos los cuarteles de España se queda corto con esta visión. Me he quedado anonadado. ¡Se saben la letra!   

Flipo, en serio. Otro día hablaré de Eugene Cernan.













viernes, 16 de marzo de 2018

Lleno de agujeros









Todos los días hacía un agujero, un enorme agujero cada vez más grande, cada vez más profundo. Cuando lo terminaba, cansado por el esfuerzo, lo contemplaba lleno de satisfacción, la barbilla apoyada en el mango de la pala. Parecía que su obra también lo estuviera observando a él, con una mirada vacía de cíclope gigante.
¿Cuántos agujeros había hecho en su vida? Miles, cientos de miles. Una infinidad de ojos abiertos que se multiplicaban formando un amplio círculo en un terreno vasto y desierto.
Alguien le preguntó una vez para qué había cavado tal cantidad de pozos, y sobre todo por qué todos bordeaban la única montaña que había en aquel terreno que se extendía infinito.
    -¿Qué montaña? –preguntó el hombre-, no hay ninguna montaña aquí. Eso que a ti te parece una montaña, precisamente son los agujeros.















sábado, 10 de marzo de 2018

Bueno para comer







No somos conscientes pero vivimos en el mejor momento que ha tenido la humanidad, a pesar de que continuamente evocamos con nostalgia otros tiempos y escuchamos y decimos cosas que colocan a nuestro pasado en un nivel superior al que tenemos en la actualidad. Sobre todo en lo relativo a la alimentación. Tendemos a pensar que el paso del tiempo ha degradado lo que comemos y convertido en basura lo que antes era pura frescura y alimentos naturales. Ahora nos están envenenando, decimos; como se comía antes, ya no se come, añadimos, todo es artificial; no tenemos ni idea de lo que nos ponen, concluimos ya algo mosqueados. Eso es verdad, en general no tenemos ni idea de lo que nos ponen, pero cualquier producto que salga al mercado, previamente tiene que pasar estrictos controles sanitarios que aseguran que “eso” que ponen no es necesariamente malo, y la información exigida en los envases y etiquetas, es una novedad en la historia de la alimentación que beneficia enormemente al consumidor. Por supuesto que siempre habrá industrias alimentarias que se salten estos controles, que mientan en sus especificaciones y que pongan en peligro nuestra salud, pero ¿en qué campo de actividad humana no existen criminales dispuestos a burlar la ley, incluso a matar, si con ello consiguen aumentar sus beneficios? Al menos, ahora sabemos que cuando los pillan, lo van a pagar caro, cosa que antes... para empezar nadie se enteraba de que esos retortijones tan espantosos fueron causados porque a alguien se le fue la mano en añadir en el chile tan sabroso de la cena, un tinte utilizado normalmente en el betún para el calzado.

En el siglo XIX era práctica habitual la adulteración de los alimentos, algo que se hacía sin apenas control y muchas veces sin conocer el alcance del fraude. Por ejemplo, el óxido de plomo se utilizaba normalmente para que el queso de Gloucester ofreciera un aspecto más “natural”. A la mostaza se le añadía cromato de plomo con el fin de realzar su color amarillo, y nada mejor que el sulfato de cobre para dar ese tono verde brillante tan apreciado en los pepinillos. Los niños no se libraban, pues a los caramelos se les ponía una cantidad que procuraban que no fuera mortal de arsenito de cobre para que su aspecto resultara más atractivo.

La adulteración era una práctica común hasta finales del XIX, a veces de forma mucho más rudimentaria de lo que cabría pensar: por ejemplo, se añadía tiza, puré de patata, incluso serrín, para aumentar el peso de la hogaza de pan. Las hojas de té ya usadas se reciclaban camuflando su aspecto mustio a base de añadir excremento de oveja y sulfato ferroso, y finalmente, un toque magistral de acetato de cobre o de ferrocianuro férrico, devolvían el tono verde a las hojas de té. Naturalmente llegaría un momento en que ya no podría repetirse de nuevo el proceso de adulteración, de modo que había bastantes probabilidades de que a las cinco pudieran tomarse un té auténtico, de primera mano. Solo probabilidades.

Si en lugar de acompañar los canapés de pepinillo y salmón con un humeante té, se prefería la frescura de una cerveza, el peligro de morir envenenado no desaparecía en absoluto. En lugar de lúpulo, muchos fabricantes para dar el característico amargor a la cerveza añadían estricnina o un extracto de Anamirta cocculus, una baya del sudeste asiático que por fin encontró un motivo para que alguien se molestara en recogerla de los arbustos.

Quizá todo esto expliqué por qué nuestros bisabuelos difícilmente pasaban de los setenta años de edad. En fin, de verdad que podría seguir describiendo las formas que existían en el siglo XIX de adulterar los alimentos (ha caído en mis manos un libro de química que es una joya), lo que me hace pensar que podemos estar mucho más tranquilos viviendo en el XXI.

lo que está claro es que en cualquier época que nos toque vivir, lo que no mata engorda.