lunes, 30 de abril de 2018

Fabula 1









Había un cuervo en la rama de un árbol con un gran trozo de carne en el pico. Llegó una zorra que al ver la carne enseguida quiso apoderarse de ella. Para conseguirlo empezó a adular al cuervo diciendo que era precioso, probablemente el ave más perfecta que había visto en su zorra vida, que era guapísimo, pero, fijaos qué astucia, que era una lástima que no tuviera voz. El cuervo abrió el pico para demostrar que eso no era cierto, y que tenía un potente graznido. La carne cayó y la zorra, burlándose del cuervo por ser un vanidoso sin entendederas, se la comió.

El cuervo contempló con una sonrisa cómo la zorra devoraba el trozo de carne que previamente había envenenado.

Moraleja: nunca repitas el mismo truco  dos veces.








sábado, 21 de abril de 2018

La cita









La soledad puede crear terribles fantasías.
Los monstruos que las habitan son reales.
(Clara Gutierrez)

Si coges un cangrejo por el caparazón y  lo levantas unos centímetros por encima del suelo, verás lo que Alberto pensaba que era su vida. Un pataleo inútil y ridículo que poco a poco se va haciendo más débil, hasta que llega un momento en que las patas ya cuelgan exánimes, pendulares, lacias como un manojo de espaguetis recién hervidos. Entonces puede ocurrir que las fuerzas que te tenían atrapado desaparezcan, pero ya no hay nada que hacer; si acaso ir de culo un par de pasos antes de desaparecer tú también. Alberto, a pesar de que ya había cumplido los cuarenta, seguía pataleando. No soportaba  la resignación y aún sentía la necesidad de hacer cosas de las que poder arrepentirse. 
Cosa extraña en un viernes por la tarde,  había poca gente andando por la calle. Alberto se paró y miró en dirección contraria al tráfico para ver si venía un taxi. Nada, lo típico. La única manera de que aparezca uno, todo el mundo lo sabe, es encendiendo un cigarrillo. Una invocación que nunca falla: en cuanto das un par de caladas y empiezas a tener la estúpida sensación de que fumar es un placer, aparece una luz verde que en virtud de Dios sabe qué leyes de la física, recorre cinco manzanas en fracciones de segundo. Alberto conocía el sortilegio y sacó el último cigarrillo de un extenuado paquete, sin saber que en esta ocasión iba a aparecer algo más que un taxi. Pidió fuego, dio una gran bocanada dando la espalda a la calzada,  luego dio otra más, y una chica pasó por delante de él sin dejar de mirarlo.
Alberto estaba dispuesto a seguir mirando a la chica mientras tuviera ojos para hacerlo. Ella lo sabía y pasó por delante de él consciente de sus pantalones ceñidos.
Los taxis dejaron de existir. La chica se detuvo en las escaleras del metro, miró su reloj,  y se sentó en el primer peldaño. El cangrejo pataleaba.
El teléfono móvil sonó con insistencia puntiaguda en el bolsillo de Alberto. Era su mujer para preguntarle cuánto iba a tardar en llegar. Mucho. No hay un maldito taxi en toda la ciudad.
    -Si quieres te voy a buscar y luego vamos a tomar algo por ahí.
En ese momento la chica se levantó, se dio la vuelta y fue hacia Alberto.
    -Ahora te llamo yo, perdona –qué ojos-, no te oigo nada.
La diosa llegó a su lado con un cigarrillo apagado en la mano. Otra vez un cigarrillo como elemento invocador de algo deseado.
    -¿Tienes fuego?
Alberto sabía que no llevaba mechero, pero fingió buscarlo.
    -Fuego, fuego… ¿te vale de aquí? – le tendió su cigarrillo casi consumido.
Un par de aspiraciones y el trasvase ya estaba hecho. Luego la nada. La chica volvió a su sitio y se sentó de nuevo en la escalera dando la espalda al mundo.
    -Dime… si, perdona –Alberto cogió de nuevo su móvil sin dejar que terminara una irritante y  monocorde versión de “Las Valkirias”-, es que aquí la cobertura es malísima… si, no, no te preocupes, ya voy yo en cuanto pueda… -la chica miró su reloj-  no creo que tarde mucho… hasta ahora.
Un taxi libre pasó  lentamente, tanto que Alberto pudo distinguir la cara del taxista que lo miró como una esfinge en espera de la respuesta correcta. Sin pensarlo, se dio media vuelta y fue hacia donde estaba la chica.
    -Perdona –la chica se sobresaltó tenuemente- llevo un montón de tiempo esperando un taxi, y me he dado cuenta de que tú también estás esperando a alguien, y… ya ves,  de repente me he acordado de un juego que hacíamos en el colegio cuando esperábamos  a que vinieran a buscarnos, y nuestros padres tardaban más de la cuenta en llegar.
Clara Gutiérrez, que ya va siendo hora de decir cómo se llamaba la chica, miró a Alberto sin desconfianza, lo cual es bastante meritorio si tenemos en cuenta la extravagante forma de abordarla.
    -¿Si?
Una contestación en forma de pregunta, y tan breve, sólo puede indicar interés, pensó Alberto.
    -Sí, verás: el juego consistía en que pensábamos un deseo y al primero al que vinieran a buscar, a ese, se le cumplía su deseo.
    -¿A los demás, no?
    -Sólo había un ganador –dijo de la forma más tajante que su tono de voz le permitió.
    -¿Y funcionaba? –preguntó Clara con una mezcla de tristeza y esperanza. Una mezcla maravillosa en aquellos ojos.
-No lo sé. A mí siempre venían a buscarme el último, pero supongo que funcionaba porque mis amigos cambiaban de bicicleta muy a menudo.
Claro se rió como si no estuviera demasiado acostumbrada a reirse.
    -Vale, podemos  probar. No me vendría mal una bicicleta, aunque pensándolo mejor...
    -Tchis, tchis –le interrumpió Alberto-. El deseo no se puede declarar, ha de ser secreto.
    -Ummm, qué interesante, cada vez me va gustando más este juego. A ver...
Clara cerró los ojos, y si no fuera porque los tenía cerrados, estaría mirando al cielo.
La cabeza levemente inclinada, la boca dibujando una leve sonrisa, los párpados entornados y las pestañas afectadas de un tenue temblor. Para Alberto era muy fácil pensar en su deseo.
    -Ya está –despertó Clara de su ensoñación-. ¿Y tú? ¿Ya has pensado el tuyo?
    -Naturalmente –un cangrejo pataleaba vigorosamente en la cabeza de Alberto-. Se puede decir que soy un auténtico experto en pensar deseos, lo hago a toda velocidad.
    -Pues nada, que gane quién más lo necesite.
    Un  tropel de personas inundó las escaleras subiendo fatigosamente hacia ellos. Alberto iba a decir algo ingenioso a Clara pero se quedó paralizado mirando la marea humana que salía del metro camino de vete a saber dónde. Una lengua de gente que asomaba al exterior cada cierto tiempo, y que siempre había pasado inadvertida a Alberto, pero que en esta ocasión le produjo una extraña intranquilidad. Podía ser que entre todos esos individuos ignorados se encontrara la persona que estaba esperando Clara. Estudió a cada uno de ellos intentando descubrir quién podría ser. Poco a poco la multitud fue disminuyendo hasta que finalmente Alberto observó aliviado que ya sólo subían los menos preparados para las prisas, como ancianos y otros que claramente no tenían que cumplir con un destino inmediato. Hasta la siguiente oleada podía estar seguro de que Clara iba a estar allí. No sabía qué hacer, si permanecer a su lado hablando de cualquier cosa, contándola historias inventadas con la esperanza de que jamás apareciera el personaje esperado, o, lo que era más coherente con las reglas del juego que él mismo había establecido, retirarse al borde de la calzada a esperar su taxi. Entonces, sin saber cómo, lo que tenía en la cabeza se transformó en palabras. Lo dijo  quedamente, como una salmodia de vieja beatona, sin apenas despegar los labios.
         -La prudencia es una señora muy aburrida cortejada por un caballero muy cobarde.
         -¿Has dicho algo?
         -Que si te vienes a tomar una cerveza.
     Clara miró a Alberto, Alberto estudió la expresión de Clara. El tiempo se detuvo, el espacio se contrajo a un punto de densidad infinita. Clara se levantó y Alberto tuvo unas fracciones de segundo de felicidad. Nada de esto afectó al taxi que se detuvo tras ellos con una luz verde, omnipresente, obscena. Alberto la vio reflejada en los ojos de Clara. Un  punto verde sobre  fondo verde, que sin embargo, cerraba el paso.
         -Hay un taxi libre justo detrás de ti –sonó como si hubiera dicho, tienes un perro rabioso persiguiéndote.
    Alberto se dio la vuelta muy despacio con la esperanza de que alguien cogiera el taxi antes que él, pero no; allí estaba, aparcado desde antes del nacimiento del universo esperándole expresamente a él. Era Caronte que había venido a buscarlo en su barca para llevarlo al otro lado del río. Alberto había ganado el juego, pero sentía que había perdido algo más importante. Su teléfono móvil empezó a sonar otra vez, pero no contestó. Se despidió de Clara aparentando la alegría que no tenía y subió sumisamente al taxi.
         -Adiós –repitió.
         -No esperes que se cumpla tu deseo. Tu juego no funciona –le dijo Clara cuando el taxi ya estaba casi en marcha.
    Mirar hacia atrás es un acto de crueldad con uno mismo, pero Alberto no pudo evitar hacerlo, y vio a Clara aún en la misma posición, sin moverse de la acera, hasta que lentamente se giró y empezó a andar alejándose de la entrada del metro. Entonces entendió porqué no había funcionado el juego: porque realmente había ganado ella. La persona a quién estaba esperando había llegado mucho antes que su taxi. Le había estado esperando a él.
    Se sintió sin fuerzas para soportar el peso de su caparazón.






                      




sábado, 7 de abril de 2018

Ángeles del cielo









Dimas intentó seguir caminando temeroso de todo. Mejor dicho, arrastrándose. Era un hombre extremadamente religioso y a pesar de su convencimiento de que tras la muerte pasaría a una vida mejor, cada vez que se veía en peligro, el miedo lo atenazaba sin dejarlo apenas respirar. Su mujer le reprendía por ese terror tan poco coherente con sus creencias. Si tan convencido estás de ir al cielo, le decía, ¿por qué temes el momento de que eso ocurra? ¿No es precisamente lo que más deseas?
Ahora estaba a punto de llegar al santuario del Arcángel san Rafael, del que era gran devoto, para ofrecerle sus oraciones de agradecimiento por ser su ángel de la guarda, siempre vigilante y eficaz. Todos los años, al inicio de la primavera, hacía la peregrinación a la remota ermita con la única compañía de su silenciosa devoción.
El santuario estaba situado en la cima de una escarpada montaña, que a veces aún mantenía nieve en sus laderas. No tanta como en esta última ocasión, que además de nieve, el hielo dificultaba la ascensión. Cuando apenas le quedaban unos metros para llegar, sufrió una aparatosa caída despeñándose por un risco implacable.
Probablemente se había rotos varios huesos, y quizá también algún órgano interior, con lo que las probabilidades de sobrevivir en aquel paraje eran nulas. No le quedaba  más remedio que intentar llegar al santuario. ¿Qué otra cosa podía hacer? Allí al menos obtendría el consuelo de haber cumplido un año más con su promesa de visitar a su ángel custodio. Sabía que iba a morir y las pocas fuerzas que le quedaban debía emplearlas  de la mejor manera posible.
Finalmente, desfallecido, a muy pocos metros de su objetivo, cuando ya podía distinguir la enorme figura de san Rafael tras la verja que lo custodiaba, se dio por vencido, y mirando al cielo encomendó su alma a Dios. Solo tenía que esperar a que dos ángeles enviados por san Rafael, vinieran a recogerlo para llevarlo a su salvación y lo liberaran del sufrimiento causado por sus mortales heridas. Cerró los ojos, los abrió de nuevo, y allí estaban. Dos ángeles enormes batiendo sus alas antes de aterrizar a su vera. Los veía en contraluz, con un enorme sol detrás, y la visión era mágica, sobrenatural. Un halo luminoso los enmarcaba tal como había visto en tantas representaciones litúrgicas. El milagro se había producido. Cerró los ojos y se dispuso a encontrar la paz.

     -¿Cuál es tu olor a cadáver favorito?
Neofrón se lo pensó unos segundos antes de responder.
    -Mmmm, no sé, quizá el humano, es más exquisito que el de vaca o cabra. ¿Y el tuyo?
    -Sí, el mío también –Hedrix respondió tajante.
Neofrón y Hendrix eran dos buitres que siempre hablaban de comida antes de darse un atracón.
     -Parece que aún no está del todo muerto, pero yo creo que ya podemos empezar, ¿no te parece?