sábado, 7 de abril de 2018

Ángeles del cielo









Dimas intentó seguir caminando temeroso de todo. Mejor dicho, arrastrándose. Era un hombre extremadamente religioso y a pesar de su convencimiento de que tras la muerte pasaría a una vida mejor, cada vez que se veía en peligro, el miedo lo atenazaba sin dejarlo apenas respirar. Su mujer le reprendía por ese terror tan poco coherente con sus creencias. Si tan convencido estás de ir al cielo, le decía, ¿por qué temes el momento de que eso ocurra? ¿No es precisamente lo que más deseas?
Ahora estaba a punto de llegar al santuario del Arcángel san Rafael, del que era gran devoto, para ofrecerle sus oraciones de agradecimiento por ser su ángel de la guarda, siempre vigilante y eficaz. Todos los años, al inicio de la primavera, hacía la peregrinación a la remota ermita con la única compañía de su silenciosa devoción.
El santuario estaba situado en la cima de una escarpada montaña, que a veces aún mantenía nieve en sus laderas. No tanta como en esta última ocasión, que además de nieve, el hielo dificultaba la ascensión. Cuando apenas le quedaban unos metros para llegar, sufrió una aparatosa caída despeñándose por un risco implacable.
Probablemente se había rotos varios huesos, y quizá también algún órgano interior, con lo que las probabilidades de sobrevivir en aquel paraje eran nulas. No le quedaba  más remedio que intentar llegar al santuario. ¿Qué otra cosa podía hacer? Allí al menos obtendría el consuelo de haber cumplido un año más con su promesa de visitar a su ángel custodio. Sabía que iba a morir y las pocas fuerzas que le quedaban debía emplearlas  de la mejor manera posible.
Finalmente, desfallecido, a muy pocos metros de su objetivo, cuando ya podía distinguir la enorme figura de san Rafael tras la verja que lo custodiaba, se dio por vencido, y mirando al cielo encomendó su alma a Dios. Solo tenía que esperar a que dos ángeles enviados por san Rafael, vinieran a recogerlo para llevarlo a su salvación y lo liberaran del sufrimiento causado por sus mortales heridas. Cerró los ojos, los abrió de nuevo, y allí estaban. Dos ángeles enormes batiendo sus alas antes de aterrizar a su vera. Los veía en contraluz, con un enorme sol detrás, y la visión era mágica, sobrenatural. Un halo luminoso los enmarcaba tal como había visto en tantas representaciones litúrgicas. El milagro se había producido. Cerró los ojos y se dispuso a encontrar la paz.

     -¿Cuál es tu olor a cadáver favorito?
Neofrón se lo pensó unos segundos antes de responder.
    -Mmmm, no sé, quizá el humano, es más exquisito que el de vaca o cabra. ¿Y el tuyo?
    -Sí, el mío también –Hedrix respondió tajante.
Neofrón y Hendrix eran dos buitres que siempre hablaban de comida antes de darse un atracón.
     -Parece que aún no está del todo muerto, pero yo creo que ya podemos empezar, ¿no te parece?








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