sábado, 26 de mayo de 2018

Clases y clases







El otro día, charlando con mi amigo Francisco Mayoral a la salida de la presentación del libro que Almudena Mestre ha escrito sobre el escritor Justo Sotelo, estábamos de acuerdo en que sin exceso de vanidad no existiría la literatura. Yo llevo una parte importante de mi vida, los últimos cinco años, dedicándome a escribir por lo que me considero con derecho a ser vanidoso, lo que ya no sé es si lo consigo plenamente. En cualquier caso, esa vanidad necesaria no me impide ver con claridad qué clase de escritor soy, y he de confesar con dolor que soy un escritor de clase baja. Solo tuve la sensación de pertenecer a la jet cuando gané con un cuento de apenas seis páginas, el concurso literario Hucha de Oro, dotado con 30.000 euros, pero según sonaban las doce campanadas, el encanto desapareció y regresé a mi casa en una calabaza tirada por cuatro ratones. Volví a pisar las mullidas alfombras por donde andan los escritores de clase alta cuando quedé finalista en el concurso literario Antonio Machado con un cuento sobre dragones, y de nuevo cuando gané el primer premio del concurso Tanatocuentos. Éste último, lo guardo en el recuerdo con especial cariño pues además de ser muy divertido el tema obligado sobre el que había que escribir (la muerte, claro), estaba dotado con 3.000 €, lo cual está muy bien si te gusta celebrar los éxitos con cigalas.

Luego, me dio por escribir novelas, en lugar de seguir con los cuentos que es lo que me ha proporcionado satisfacciones pecuniarias, y volví a ocupar mi lugar en los suburbios de la literatura. Pero los escritores de clase baja también tenemos nuestra vanidad, aunque sea una vanidad de escasos recursos de acuerdo con nuestras posibilidades, y de la misma forma que a los escritores de la más alta alcurnia, también a nosotros nos gusta escuchar que escribimos como los propios ángeles. Vender muchos libros, eso también nos gusta, pero lo vemos más fuera de nuestras posibilidades, pues somos humildes, pero no somos imbéciles.

Desde que gané con El ladrón de nubes el Premio Onuba de novela (mi primera novela), voy todos los años a la Feria del Retiro a firmar ejemplares de la novela correspondiente. Ya van seis, un poco más de una por año. En esta ocasión también estaré allí, en la caseta 86, la de la librería Gaztambide (donde se vende mi novela, obviamente), dejando que el polvo que levantan los miles de visitantes a la feria se vaya depositando lentamente sobre mí. El que quiera venir a verme, aunque solo sea para tirarme unos cacahuetes, será recibido con un entusiasmado abrazo.
Estaré el día 30, miércoles, de siete de la tarde a nueve. Será fácil reconocerme por mis harapos y el sombrero raído que suelo poner boca arriba en los pasillos de las grandes bibliotecas.

Y como detalle sin apenas importancia, el libro que estaré firmando es éste:












jueves, 17 de mayo de 2018

De fábula









Todo el mundo sabe cómo se llaman los dos primeros hombres en pisar la Luna, pero nadie sabe que el tercero en hacerlo fue Charles Conrad, un astronauta con los mismos méritos que sus predecesores pero olvidado de forma injusta. Yo también me voy a olvidar de Conrad, con todos mis respetos, a pesar de que hace mes y medio dije que escribiría un artiblog sobre él. Está claro que el tiempo se encarga de dejar al descubierto a las personas que no saben mantener su palabra. Héteme aquí. Pero antes de olvidarme de Conrad definitivamente, debo contar una anécdota suya que por sí sola merece que todos hagamos un esfuerzo por retener a este astro de los astros en nuestras mentes. Por lo visto era un hombre bajito, y nada más descender del módulo lunar, según ponía su pie sobre la superficie de la Luna, dijo para que lo oyera todo el mundo que estaba siguiendo el acontecimiento a través de la radio y televisión:  “Aquí me tienen, éste pudo haber sido un pequeño paso para Neil Amstrong, ¡pero para mí ha sido uno muy grande!”

Charles Conrad, solo es un caso más entre otros tantos parecidos. Por ejemplo, si alguien nos pide que digamos novelistas o pintores que conocemos, podemos estar varios minutos recitando nombres y nombres hasta que quién nos ha formulado la pregunta se levante y se vaya a su casa aburrido de escuchar una lista interminable, pero qué pasa si nos pregunta por fabulistas. Todos vamos a recitar los cuatro más conocidos sin titubear: Esopo, La Fontaine, Iriarte y Samaniego. Así, de corrido. Luego nuestro ceño se fruncirá, inclinaremos la cabeza, miraremos hacia arriba y finalmente diremos que con esos cuatro  ya son suficientes. Una  enorme injusticia para otros escritores de fábula, y aprovecho el doble sentido de la frase para remarcar la dimensión de la injusticia. Probablemente el quinto gran fabulista fuera tan estupendo como los cuatro citados que todos conocemos. Además, ser fabulista no es una tarea que exija exclusividad, se pueden escribir estupendas fábulas y además novelas largas, relatos cortos, muy cortos y literatura de terror. Por ejemplo, Stevenson, Monterroso y Kafka, escribieron una cantidad de fábulas suficiente como para considerar que realmente les gustaba hacerlo. ¿Alguien recuerda alguna de cualquiera de ellos? Y también fabularon Pedro Calderón de la Barca y Francisco de Rojas Zorrilla. Y Lope de Vega incluía fábulas dentro de sus comedias.

Actualmente, y ya desde el siglo XX, la fábula ha perdido interés, bien es cierto. Hasta se la mira con cierto desdén. Se habla de la “moralina” despreciando la bonita palabra “moraleja” para dejar claro que se trata de un género menor, caduco y de abuelas. Más bien es de bibisabuelas, pues el apogeo de la fábula, al menos en España, se produce entre los siglos XVIII y parte del XIX; vale, pero tampoco es necesario hacer de este detalle un motivo de lisonja. Si fuera así, vamos a mearnos de risa cada vez que veamos un cuadro renacentista.
Las circunstancias socioculturales imponían este tipo de cuentos con una enseñanza final, pero ¿acaso ha mejorado nuestra sociedad moralmente hasta el punto de que ya nadie necesite una buena fábula? Yo diría que basta con abrir el periódico para darnos cuenta de que hoy más que nunca la fábula es casi imprescindible. Por este motivo, y porque nadie sabe decir el quinto fabulista más grande de la historia, reivindico la importancia de este género, breve, sencillo y quizá por eso, siempre complicado.

Y como moraleja final de este artiblog, incluyo un fragmento que todo el mundo conoce de sobra:


... mas la hormiga con gobierno
                                                 le respondió en canto llano:
-Pues cantaste en verano,
danza, hermana en el invierno.










viernes, 4 de mayo de 2018

Vuelo volado









Es terrible cómo vamos perdiendo memoria con la edad. No me extrañaría nada que un día de estos saliera a la calle sin haberme puesto el uniforme. Una vez le pasó a mi madre, que si no llega a ser por el portero que la interceptó a tiempo, se hubiera ido a tomar el aperitivo con sus amigas en enaguas. Eran otros tiempos, por eso llevaba enaguas, si no, hubiera sido mucho peor.
Yo trabajo en una compañía aérea como azafata, y el otro día me ocurrió algo que no sé cómo afrontarlo. Me encontraba yo en plena tarea, repartiendo Cocacolas a diestro y siniestro, y de repente me di cuenta de que no sabía cuál era el destino del avión. Esto es algo que me ha sucedido otras veces, pues vuelo con demasiada frecuencia y puede ocurrir que confunda momentáneamente los sitios a los que voy, pero cuando esto sucede, inmediatamente aparece de nuevo en mi mente el lugar al que nos dirigimos, y sobre todo la piscina del hotel que nos está esperando impaciente. Sin embargo en esta ocasión no conseguía recordarlo. Antes de que la angustia se apoderara de mí, decidí preguntárselo a mi compañera, prefería quedar como una despistada que obsesionarme con mi pérdida de memoria.
    -Oye, Cristina, ¿adonde vamos hoy?
    -¿Estás de broma? vamos a…. ¡coño!, ¿adónde vamos que no me acuerdo?
Mi compañera y yo estuvimos intentando recordar el lugar al que iba el avión, cada una por su lado, hasta que terminamos de repartir bebidas y cacahuetes entre el pasaje, que no sabía a qué atribuir el gesto de preocupación que podían observar en nuestros rostros, habitualmente iluminados por una profesional sonrisa. Seguíamos en blanco. Con cierto rubor se lo preguntamos a otros compañeros que después de exclamar  según lo exquisito de su sentido del humor lo taradas que estábamos, se sorprendieron de que tampoco ellos recordaran nada. La pregunta se fue extendiendo y al final ninguno de los quince tripulantes de cabina que íbamos en aquel vuelo tenía la menor idea de nuestro destino. Con muchísimo tiento empezamos a preguntar al pasaje de la forma más disimulada de la que éramos capaces.
    -¿Qué, un poquito más de café? porque al sitio al que vamos, lo mismo no es fácil encontrar uno tan bueno como éste, ¿verdad?
    -Sí por favor, un poquito más … por cierto, le va a extrañar mi pregunta, pero me puede decir a dónde vamos.
Sondeamos a la totalidad del pasaje de discretísima forma sin que nadie fuera capaz de decirnos nada. Al final, conseguimos convencer al sobrecargo para que se lo preguntara al comandante. Yo me ofrecí para acompañarle en la misión. Con cautela entramos  en la cabina de los pilotos a los que encontramos inmersos en sus tareas, sumergidos en mapas y hablando entre ellos en tono preocupado. Era evidente que ninguno de los tres sabía ni remotamente adonde iba el avión. De los auriculares salía una voz metálica, desconcertada y nerviosa.
Finalmente el avión aterrizó en una ciudad que creo que es la mía pero no estoy demasiado segura. Llegué a mi casa, o eso es lo que creo, besé amorosamente a mi marido, supongo, y desde entonces vivo con la sensación de que estoy algo perdida.