viernes, 4 de mayo de 2018

Vuelo volado









Es terrible cómo vamos perdiendo memoria con la edad. No me extrañaría nada que un día de estos saliera a la calle sin haberme puesto el uniforme. Una vez le pasó a mi madre, que si no llega a ser por el portero que la interceptó a tiempo, se hubiera ido a tomar el aperitivo con sus amigas en enaguas. Eran otros tiempos, por eso llevaba enaguas, si no, hubiera sido mucho peor.
Yo trabajo en una compañía aérea como azafata, y el otro día me ocurrió algo que no sé cómo afrontarlo. Me encontraba yo en plena tarea, repartiendo Cocacolas a diestro y siniestro, y de repente me di cuenta de que no sabía cuál era el destino del avión. Esto es algo que me ha sucedido otras veces, pues vuelo con demasiada frecuencia y puede ocurrir que confunda momentáneamente los sitios a los que voy, pero cuando esto sucede, inmediatamente aparece de nuevo en mi mente el lugar al que nos dirigimos, y sobre todo la piscina del hotel que nos está esperando impaciente. Sin embargo en esta ocasión no conseguía recordarlo. Antes de que la angustia se apoderara de mí, decidí preguntárselo a mi compañera, prefería quedar como una despistada que obsesionarme con mi pérdida de memoria.
    -Oye, Cristina, ¿adonde vamos hoy?
    -¿Estás de broma? vamos a…. ¡coño!, ¿adónde vamos que no me acuerdo?
Mi compañera y yo estuvimos intentando recordar el lugar al que iba el avión, cada una por su lado, hasta que terminamos de repartir bebidas y cacahuetes entre el pasaje, que no sabía a qué atribuir el gesto de preocupación que podían observar en nuestros rostros, habitualmente iluminados por una profesional sonrisa. Seguíamos en blanco. Con cierto rubor se lo preguntamos a otros compañeros que después de exclamar  según lo exquisito de su sentido del humor lo taradas que estábamos, se sorprendieron de que tampoco ellos recordaran nada. La pregunta se fue extendiendo y al final ninguno de los quince tripulantes de cabina que íbamos en aquel vuelo tenía la menor idea de nuestro destino. Con muchísimo tiento empezamos a preguntar al pasaje de la forma más disimulada de la que éramos capaces.
    -¿Qué, un poquito más de café? porque al sitio al que vamos, lo mismo no es fácil encontrar uno tan bueno como éste, ¿verdad?
    -Sí por favor, un poquito más … por cierto, le va a extrañar mi pregunta, pero me puede decir a dónde vamos.
Sondeamos a la totalidad del pasaje de discretísima forma sin que nadie fuera capaz de decirnos nada. Al final, conseguimos convencer al sobrecargo para que se lo preguntara al comandante. Yo me ofrecí para acompañarle en la misión. Con cautela entramos  en la cabina de los pilotos a los que encontramos inmersos en sus tareas, sumergidos en mapas y hablando entre ellos en tono preocupado. Era evidente que ninguno de los tres sabía ni remotamente adonde iba el avión. De los auriculares salía una voz metálica, desconcertada y nerviosa.
Finalmente el avión aterrizó en una ciudad que creo que es la mía pero no estoy demasiado segura. Llegué a mi casa, o eso es lo que creo, besé amorosamente a mi marido, supongo, y desde entonces vivo con la sensación de que estoy algo perdida.
   







1 comentario:

  1. jjajaja, te pasa cada cosa Joaquín. Te estás gastando una fortuna en un diente que luego olvidas ponerte. Yo estoy así o peor, por eso me hace gracias. Un abrazo ;-))

    ResponderEliminar